Desde Manhattan
Cuarentena en la Gran Manzana
El coronavirus ha replanteado muchas cosas en esta querida isla donde de pronto todo parece desconocido, atemorizante, y buscamos motivos para la esperanza.
Por la arquitecta Luciana Machado
No voy a escribir sobre el dolor que produce ver Manhattan en plena crisis por el virus. Tampoco de la ansiedad con que cada día comenzamos nuestro trabajo en casa como queriendo aventar los fantasmas, y diciéndonos que si hacemos un trabajo perfecto, el resto de la cadena productiva en el estudio, con todos sus profesionales trabajando desde sus casas; en las obras -no ahora, sino cuando sea posible retomarlas-, y en el ánimo de nuestros clientes, nada se deteriorará y pasará a ser un mal sueño.
Pero comprobamos que no es así. Nada desaparece, todo se transforma en experiencia. Hoy comprendemos que esos viajes de regreso a casa cada noche nos servían para bajar la adrenalina luego de un día intenso. Añoramos el verde del Central Park aunque rara vez nos tomábamos un rato para recorrer sus caminos y sus mágicos rincones, más bien lo esquivábamos casi corriendo entre reuniones que consumen nuestro tiempo, nuestros días, nuestras vidas...
-Desde mi ventana, apenas unos autos. A los pocos caminantes se los ve temprano de mañana y a última hora de la tarde, todos ellos haciendo trabajos esenciales.-
Si todo sale bien, cuando llegue el 31 de diciembre ya tengo resuelto mi propósito a la hora del brindis: prometeré vivir mejor, más plenamente esta ciudad que elegí hace dos décadas y que, a la manera neoyorkina, sobrevuelo cada día ocupadísimo y sin tiempo de disfrutar las cosas por las que me enamoré de ella. Los parques verdes, la calles atestadas, los museos increíbles, las tardecitas de bar. Cosas que fui perdiendo sin darme cuenta y deberé recuperar.
Cada uno de nosotros, seguramente, sacará de este parate obligatorio una enseñanza. La arquitectura también. Por estos días son muchos los contactos inter estudios cambiándonos información e impresiones sobre cómo esta crisis mundial modificará algunas pautas hasta ahora vigentes. Ya venía siendo discusión aquí el tema de las complicaciones que representa el pretender conservar intactos los edificios de época, maravillosos obviamente, pero de difícil y costosísima capacidad de reconversión para su uso actual. Complicaciones que según pasen los años cada vez serán mayores por el obvio deterioro de los materiales y sus anticuadas funcionalidades. Por afuera nada se toca, por adentro sí, pero la complejidad de tratar de reunir ambas situaciones no es sencilla. Por otra parte, y esto va dirigido el corazón de la arquitectura de autor aplicada a grandes proyectos, el costo operativo -ni hablemos del de proyecto y del constructivo, éste último inmenso- de muchos de los edificios "especiales", de los cuales la isla está llena y por cierto muy orgullosa de ellos, es cada vez más difícil de sortear. Cuando en una obra todo es a medida, exclusivo y diferente, todo lo que debe hacerse para mantener operativo el edificio terminado, lo será también. De ahí que tenemos grúas y aparejos diseñados especialmente para cada edificio para mover muebles en las mudanzas; silletas especiales para limpiar los vidrios de ventanas igualmente singulares; sistemas exclusivos para mantener y escurrir el agua de piscinas privadas; ascensores, salas de máquinas y de ingeniería para mantener operativos edificios que tienen desde cascadas de agua con varios pisos de caída hasta temerarias terrazas en voladizo y jardines arbolados en altura, desafiando a la naturaleza. Tal vez, sea el momento de dejar de buscar la diferencia entre nuestro proyecto y los demás y proyectar de la manera que nuestros profesores nos enseñaron, logrando con nuestros diseños edificios confortables, estéticos y que sirvan para vivir. No buscando ser reconocidos a través de ellos, sino trascender en cada habitante agradecido porque nuestro proyecto le facilita su vida.
-Días de home working. Entre tema y tema es ineludible una recorrida por las últimas noticias-
Mientras tanto, desde mi ventana miro una vez más si la icónica torre del Empire State sigue allí, como postal cotidiana. Como cuando la vemos homenajeando con colores a los enamorados cada San Valentín o -lo tomé como un saludo personal-, cuando aquél 9 de Julio de 2005, se vistió por primera vez de colores blanco y azul. Ahora las luces de la torre palpitan como nuestros corazones, y son rojas. Como un vigía alerta por nosotros, busca tranquilizarnos. No lo consigue.